Un líder que se precie no puede estar enfocado en «parecer que hace un buen trabajo». En su lugar, no solamente debe parecerlo sino serlo. Para ello, debe medir la calidad de sus acciones y la de sus colaboradores, de manera continua, con el objeto de lograr que las mismas produzcan cambios significativos en su quehacer cotidiano.
El presente artículo tiene como intención crear un momento de reflexión sobre la importancia de administrar la calidad, en un mundo donde la presión sobre realizar trabajos con recursos que se encuentran por debajo de la capacidad para realizarlos, incide directamente sobre la mediocridad.
Esto es algo que se nota en gran medida en las empresas de servicio, donde la calidad es difícil de medir, sobre todo porque lo que se entrega es «un intangible» que, por sus características, no es sencillo de cuantificar.
Cuando nos conseguimos que los dependientes de las tiendas no están bien entrenados y no saben conectarse con sus clientes, cuando se sobrevenden de manera excesiva los puestos de un vuelo y sus azafatas actúan de manera automática y sin empatía hacia los pasajeros, estamos hablando de mala calidad de servicio.
Cuando en un centro médico, el personal de atención primaria carece de compasión o llegamos con aprehensión a un taller mecánico por la atención desconsiderada, el cobro desproporcionado y muchas veces fraudulento de los encargados, estamos ante la presencia de hechos que muchas veces se consideran «normales», desgraciadamente.
También son muchas veces desapercibidos por la frecuencia con que ocurren. Sin embargo, si los observamos de manera objetiva, indudablemente son un claro indicio de problemas de calidad.
Desgraciadamente, los problemas de calidad de servicio no se perciben si la empresa está en un rublo donde el resto de los competidores no son mejores. De hecho, muchas veces los clientes lo aceptan porque «todos son iguales» y, como no tienen con quién comparar, terminan aceptando la mediocridad.
Volviendo al papel del líder en la ecuación, sería inaceptable que éste se sonriera pensando que el «cliente no tiene dónde ir, porque mi competidor es peor que yo». Si esto sucediera, el líder inmediatamente quedaría relegado al nivel de «simple jefe» y no tendría cabida en este artículo.
La pregunta obligada a ese líder al que me refiero será: ¿Qué hacer? Primero, tener la conciencia de que la calidad es producto de la formación del personal, del trato amable hacia ellos por parte de sus patronos («la Ley entra por casa»), la carga laboral adecuada, los salarios competitivos y el buen clima laboral en general.
En segundo lugar, la conciencia por parte de los proveedores directo de los servicios (los colaboradores) de la necesidad de estar al tanto de sus deberes, sólo por el hecho de ser parte de la organización. Ésto equilibra la balanza y coloca a ambos; líderes y prestadores de servicios al mismo nivel de corresponsabilidad.
Pero hay que verificar que eso sea medido. Allí entra de nuevo el líder. En lugar de compararse con los competidores, los líderes responsables de las empresas deben enfocarse en la mejora continua y en aprender de sus propias experiencias.
Y aquí hace su aparición la clientela: fomentar el reclamo abierto, sin necesidad de llenar las fastidiosas «planillas de satisfacción del cliente» o los arcaicos «buzones de sugerencias», es una manera de interactuar de manera directa con el público y desterrar el paradigma de que «reclamar representa una falta de educación».
El reclamo debe ser agradecido, así como debe haber un trato amable hacia el error o el fracaso (ver mi artículo La Bendición del Fracaso en https://www.hyggelink.com/post/la-bendici%C3%B3n-del-fracaso). Con este cambio de enfoque, se entra en una espiral ascendente que tiene a la excelencia como aliada.
Enfocarnos en la calidad interna y en la creación de valor genuino para los clientes, promueve el aprendizaje en equipo y el pensamiento sistémico. En ese ambiente, todos los miembros de la organización trabajarán juntos para identificar y resolver los problemas de manera colaborativa y sostenible.
Finalmente, como conclusión, las sugerencias se centran en los siguientes puntos. Tenerlos presente en todo momento, es una efectiva manera de parecer ¡y hacer! un buen trabajo:
Fomentar una cultura de aprendizaje continuo: Una mentalidad de mejora constante y aprendizaje a todos los niveles de la organización, valora la innovación, el aprendizaje de los errores y la experimentación. La medición es inherente a esos hábitos
Pensamiento sistémico: Cuando se adopta una visión holística de la organización y sus procesos, el entendimiento de que todo está interconectado y que las decisiones en un área afectan a otras, obliga a monitorear y medir continuamente
Enfoque en el cliente: Estar comprometido en centrar los esfuerzos en ofrecer un valor real y duradero a los clientes (escuchar sus necesidades, anticipar sus expectativas y entregar productos o servicios de alta calidad), es algo que no se mide, se nota
Liderazgo comprometido con la excelencia y el trabajo en equipo. Cuando los líderes están dispuestos a invertir en la formación y el desarrollo de su personal, a liderar con el ejemplo y fomentar un entorno de trabajo en equipo y colaboración, producen equipos que trabajan para resolver los desafíos y encontrar soluciones creativas; y, al sentirse una «parte interesada», propiciarán la medición de la calidad y la mejora continua.
Romper con la mediocridad requiere un esfuerzo colectivo, una voluntad de desafiar las normas establecidas y buscar siempre la excelencia.
Gracias por tu tiempo.
Autor
Arnaldo González Graterol
Autor de la competencia Liderazgo de personas y equipos
en el libro Y eso, ¿cómo se come?
Arnaldo, excelente reflexión sobre la importancia de medir la calidad para liderar con éxito. La calidad es más que una meta; es un compromiso constante que distingue a los verdaderos líderes de los que solo pretenden serlo. Gracias por recordarnos que el camino a la excelencia empieza desde adentro.